Noches de verano con luna llena
Solamente fue necesario escuchar una melodía tranquila que salía de la lista de Spotify que llevaba por nombre “Para las noches de verano con luna llena”, acompañada de una brisa fresca y fina para realizar un movimiento reflejo de subir mis piernas a la balaustrada del porche de casa y sentirme la persona más feliz del mundo. Por mi mente pasaban mil recuerdos sin ningún orden establecido pero que me producían una sensación agradable de tranquilidad.
Cuando uno añora el pasado y simplemente lo recuerda de una manera nostálgica, casi sin darse cuenta, se empapa de una emoción rara pero a la vez gratificante que lejos de ponernos tristes, despierta sonrisas interiores y un bienestar emocional que muchas veces creímos solo poder alcanzar a través de las drogas. Es raro, porque a la velocidad que vamos, más que recordar, solemos vivir y olvidar sin darle muchas vueltas, aunque algunos momentos fuesen la ostia y jamás vuelvan a repetirse.
No sé por qué, pero estos recuerdos siempre me asaltan cuando me encuentro sentado en el porche de la casa del pueblo. Son en esas noches solitarias y calurosas de verano, donde la brisa ni siquiera se atreve a enfriar por miedo a incomodar, pero si a refrescar nuestra piel de manera paulatina y casi sin enterarnos. Estos instantes en los que uno no espera gran cosa, tienen el poder de ir creando estados placenteros que rebuscan en lo más hondo del alma para salir afuera de una manera tan silenciosa que ni siquiera te das cuenta de que tienes alrededor revoloteando por causalidad o casualidad, algún ciervo volante, que se ha acercado porque la lámpara de la pared está encendida en mitad de la noche y por la que siente esa obligación, casi obsesiva, de dirigirse a ella como si no hubiera nada más en su vida que el brillo cegador que sale de la bombilla que lo llama a su encuentro, para pasar bailando toda la noche alrededor suyo.
Pero además, este ritual de estar bien con uno mismo, con lo que te rodea, con lo que uno tiene aunque no sea mucha cosa, se vuelve gigante por la infinidad de ruidos de insectos que hacen que sus chirridos se mezclen con el silencio absoluto de la noche sin apenas crear estruendo y también alguna que otra ave difícil de ver de día y que en plena oscuridad emancipa cantos que asustan en un principio, pero que luego se vuelven amigables y que uno desea escuchar una y otra vez.
Quizás la luna también tenga la culpa y su sombra también ayude al embrujo, porque estas noches con luna llena, multiplican por mil la nostalgia. Creo que es por esa luz que casi ilumina como si fuese de día la tranquilidad de la noche. ¿Quién no se ha quedado mirando la luna fijamente y no acordarse de alguien o de algo que echa en falta?
Las noches de verano a la luz de la luna, a menudo se comportan como baños nocturnos en la oscuridad, da igual que lo que roce tu piel sea la brisa de la noche o el agua cortante del río. Lo que importa es el olor, ese que solo sale en las noches más cálidas de verano y que te atrapa de tal forma que te hace ser consciente del momento y del ahora en el que te encuentras. Tiene esa fuerza que hace que te digas para ti: “es verano”. Son noches como éstas las que regresan inesperadamente en forma de pensamiento nostálgico en mitad de una noche fría y lluviosa de invierno para recordarte lo importante que es vivir las cosas en su momento y no arrepentirse nunca.
Quizá todas estas emociones que pasan por mi pensamiento en noches como ésta no sea más que la tranquilidad que llevamos buscando toda la vida y no sé porque nos da miedo o vergüenza admitir
Poco o nada importa que la noche te traiga el recuerdo de alguien porque es de los pocos momentos en que no necesitas a nadie. No es tiempo para añorarla y aunque en el fondo y durante un segundo te imagines que ha vuelto y que está a tu lado, también sabes que si no puedo ser en su momento, ahora tampoco sería diferente, todo está bien o quizás mejor que nunca. La brisa fresca te recuerda que sobre tu piel donde hace tiempo hubo un calor abrasador, ahora solo queda…. la frialdad del último roce de su cuerpo.
Quizá todas estas emociones que pasan por mi pensamiento en noches como ésta no sea más que la tranquilidad que llevamos buscando toda la vida y no sé porque nos da miedo o vergüenza admitir. Tal vez esa tranquilidad se pose y se quede el día que sepas lo que realmente quieres y descubras que estar a gusto con uno mismo, trae un montón de cosas bonitas que en otro estado ni te pararías a disfrutarlas y tal vez te incomodaría. En momentos así en los que a uno se le desnuda el alma, se le abren nuevas puertas que dan a habitaciones de luz blanca y sosegada donde no hay nada, pero está todo. Como la cucharilla que remueve el azúcar para que se disuelva con el café y mientras esto ocurre te quedas embobado mirando como el blanco y el marrón se entremezclan formando figuras licuadas y sin saber el motivo por el que te has quedado petrificado, sin pestañear.
Las noches no son largas, por el contrario, son más bien cortas de tiempo y de sensaciones.
Lástima que todas estas imágenes vengan a mi mente en los días en que el sol ya no calienta y el gris empapa la claridad de los días más pequeños. ¡Maldita nostalgia! Nunca nos ha dejado vivir el momento por esa estúpida creencia de que los tiempos y las estaciones pasadas siempre fueron mejores. Para esto siempre fueron buenas las tardes de fin de semana de invierno con lluvia y frío. Tardes de sofá, libro y manta donde no hay espacio ni para el jugar de los insectos alrededor de una luz, ni para la suave brisa en tus tobillos, ni para contemplar, tumbado sobre la hierba, esa inmensa luna llena al compás de un ejército de grillos.
Jordi Cicely
Canciones para escuchar en bucle: Landslide – The Japanese House
2 Comments
Maria
Precioso relato Jordi !!!
Antonio de Burela
Está muy bien,nos alegramos no pierdas el tiempo Jordy sigue con tus relatos y tus pensamientos y buenos recuerdos estos te mantendrán vivos el corazón y el alma