El Rayo Verde
Aquel fin de semana sin planear se convirtió en uno de los más intensos, como siempre ocurre, las cosas que no esperas siempre aparecen y los días que no prometen suelen ser memorables, simplemente por el hecho de no esperar nada de ellos.
Fue todo sin planear y a ultimísima hora, mejor dicho, todo fue de golpe. El viernes me acerqué hasta Ribadeo a la inauguración del nuevo espacio del “Hotel Mi Norte” cuya propietaria es Cristina, mi gran amiga del alma. Pasé todo el viernes en aquel espacio mágico, conociendo a gente sin parar, una inauguración que duró todo un día y que dio para mucho, incluso para coincidir con antiguos amigos y amigas, como el caso de Sabrina, a la que hacía 20 años que no veía y gracias a lo cual, nos fundimos en un increíble abrazo, lleno de emociones, quizás el abrazo más sincero que me han dado en meses… El día fue tremendamente emocional, de esos que se marcan a fuego en tu alma y sabes que estás en el sitio correcto en el momento adecuado. A veces es tan fácil ser feliz, solo con el hecho de estar en ese preciso lugar, no necesitas tener tus bolsillos llenos de dinero para serlo, ni ligar con una mujer hermosa a la que deseas nada más verla.
La fiesta terminó y me fui a junto de otra gran amiga, Anis, de Oviedo, a la que hacía que no veía y así seguir con este fin de semana emocional que no acababa más que comenzar. Puse rumbo a la capital asturiana y en apenas una hora y poco estaba delante del portal de su casa. Al día siguiente, desayunamos los dos mientras el sol entrababa por la ventana y presagiaba un día muy caluroso, allí conversamos de temas de nuestras vidas y también de nuestras inquietudes y miedos. Nada más recoger la mesa, mi buen amigo Jorge me llamó para decirme que se dirigía a Ribadeo, no esperé más y recogí todo, nos despedimos y prometimos vernos más a menudo. Salí pitando para Ribadeo de nuevo, la excitación iba en aumento a medida que las líneas blancas de la autovía pasaban a la velocidad del hiperespacio de las películas de Star Wars. De camino, el sol iluminaba en lo más alto y le daba la bienvenida a las emociones, que ya estaban posadas por todo mi cuerpo. Con la piel de gallina ante todo lo que había pasado el día anterior y también por la noche que estaba por llegar y sin apenas asumirlas, ya estaba tiritando de nuevo para seguir una ventura que pintaba muy bien.
Nada más llegar me encontré con Jorge esperando donde habíamos quedado. No dejé pasar mucho más tiempo para llamar a otro buen amigo, con él que ya había hablado durante toda la semana anterior, para ir de fiesta a algún lugar del norte de España en la esperada noche de San Juan. Y así, sin planearlo, cogí mi teléfono y le dije a Adrio que se acercase a Ribadeo. Ya habíamos decidido que no iríamos a Coruña, ni a León, ni a Mieres a pasar la noche. En el mismo momento que lo estaba llamando, Jorge ya estaba reservando habitación con la chica de la recepción del hotel donde habíamos entrado a preguntar. Cogimos una habitación para los tres. En un abrir y cerrar de ojos, ya teníamos todo organizado para pasar la noche o lo que quedara de ella, que seguramente sería muy poco.
Adrio nos dijo que se vendría después de comer, así que Jorge y yo decidimos no perder más el tiempo y nos fuimos a la playa, en un día de los pocos que vienen en verano, con un calor y un sol de justicia y allí entre el arenal de la playa, recordamos viejas historias que me sacaron un millón de carcajadas mientras el agua del cantábrico mojaba nuestros pies. Dichas carcajadas salen solas cuando uno vuelve a escuchar aquellas historias locas de juventud y te das cuenta de golpe, de lo imbécil que se és cuando uno tiene veintitantos años.
A las pocas horas nos llamó Adrio y una vez más cogimos el coche y nos dirigimos al hotel donde él nos estaba esperando en la terraza del mismo, mientras se tomaba una caña bien fría. Fue entonces cuando se conocieron Jorge y Adrio y desde el comienzo la conexión fue perfecta, eso me emociono mucho y casi sin tiempo, nos subimos a la habitación a ducharnos y cambiarnos para quedar de nuevo con mi amiga Cristina. Este encuentro iba a tener una relevancia especial, porque Cristina, Adrio y yo nos habíamos conocido en nuestra época de estudiantes en la Escuela de Artes y ellos dos no se habían vuelto a ver desde aquella época, casi quince años de distancia, algo muy poco común entre dos personas que siempre se llevaron de maravilla. Cristina al poco nos llamó para cambiar de planes y en vez de quedar en el centro de Ribadeo, lo haríamos en Figueras, al otro lado del puente y en territorio asturiano, un plan que a ninguno nos desagradó, en primer lugar, porque aún no eran las nueve de la noche y era temprano y lo segundo, porque lo que nos interesaba era pasar el rato y daba igual el lugar. Cris también nos dijo que estaba con una amiga y que no tardásemos mucho.
Así que una vez más cogí mi coche y salimos a toda velocidad por el puente que separa Galicia de Asturias, mientras la brisa caliente se colaba entre las ventanillas abiertas de par en par y nos daba de lleno en la cara. Aquella sensación y aquella brisa traía consigo el olor típico del verano y es cuando una emoción desbordante te sube por el cuerpo ante la alegría de la estación más mágica y en la que todo puede pasar y más aún si se trata de temas del corazón.
Llegamos a un chiringuito que estaba situado en un lugar que se llamaba Playa de Arnao. El lugar sin bajar del coche ya parecía bonito, vimos a Cristina y su amiga sentadas en unos bancos y mesas de madera hechas con palés de obra que estaban en una explanada que daba al mar. Nada más bajarnos y acercarnos, me lleve una grata sorpresa, porque la amiga de la que hablaba, era una chica morena y dulce que había estado en la inauguración del día anterior y que deambulaba sola por el hotel y hablando con alguien muy de vez en cuando, pero con la que yo apenas conversé nada y de la que supe en ese mismo instante que se llamaba Maruxa.
Al acercarnos, una emoción muy bonita me invadió al ver como Cristina y Adrio se abrazaban después de casi dos décadas de separación, pero el tiempo poco importa si las sensaciones son las mismas y siguen igual de fuertes, como así ocurrió. Todos nos presentamos, porque había gente que no se conocían entre ellos. Nos sentamos los cinco y pedimos unas cañas y unos vinos. El dueño del chiringuito nos atendió y nos puso música de fondo, en un viejo altavoz que enganchamos al Bluetooth de alguno de nuestros teléfonos móviles. Y así, con aquella lista musical escogida a la perfección para el momento, comenzamos a conversar entre los cinco. Indudablemente tengo que contar, que el primer tema que sacaron Cris y Adrio fue el de nuestros tiempos de estudiantes de artes, de todo lo que habíamos hecho en aquella mágica época que vivimos juntos, pero el tema estrella, siempre es el de nuestras historias de amor que hemos dejado atrás, el de esos amores que se han marchado o nos ha dejado, teníamos los cinco para dar y tomar sobre el asunto. Es curioso, como con el paso del tiempo, estas historias que en su momento dolieron, nos excitaron o nos hicieron sentirnos vivos, hoy no son más que pequeñas anécdotas que se cuentan para sacar un millón de carcajadas y entablar una atmósfera increíble entre cinco personas que vuelven a conocerse de nuevo. Sobre todo los amores que dolieron, con el tiempo, son los más sanadores, porque cuando los recuerdas entre un grupo de gente, estos sirven para unir más, ya que todos los presentes tienen una historia parecida, aunque la tuya parezca la más negra y trágica del mundo. Una vez más, vemos que en esto del amor nadie se libra de nadie ni de nada.
Cuando estábamos en plena efervescencia emocional de complicidad, el sol comenzó a ponerse sobre la recta final del mar y desde allí, una luz tenue que hizo acto de presencia, coloreo nuestros cuerpos de un naranja paladio, al mismo tiempo que nos hacía cambiar la vista al horizonte y quedarnos petrificados ante tal belleza. Fue entonces, cuando recordé otras puestas de sol memorables, como las que había tenido en mi viaje a Chile unas semanas antes: Aquel atardecer mágico en Valparaíso con Dana, mientras ella no paraba de mirar al infinito y yo a su lado sin decir nada, en el preciso instante en que los últimos rayos de sol iluminaban con tal fuerza la ciudad, que creíamos ardería de un momento a otro; el atardecer que vivimos Millaray y yo en Santiago de Chile, al poco de llegar, desde el barrio bohemio y festivo de Bellavista, con los Andes presidiendo todo a sus pies; el de Puerto Natales con mi amigo Marcos, entre la nieve blanca de la Patagonia y con las montañas haciendo de sombra sobre todo lo que reinaban; pero también me recordó un momento triste, como fue el no poder disfrutar abrazado a Caren de un atardecer así en Calafate, corazón de la Patagonia Argentina y que no pudo ser por falta de tiempo… Luego apareció otro recuerdo extraño, el atardecer de Barcelona en el viaje que hice en febrero y en el que el sol se puso mientras caminábamos Daniela y yo por la terraza del “Barcelona Arena”, al tiempo que divisábamos la inmensidad de la ciudad condal, pero este recuerdo traía una fuerte añoranza y se diluyó mientras cerraba mis ojos durante unos segundos.
Aquel precioso atardecer que estábamos viviendo, trajo consigo las imágenes fugaces de otros momentos mágicos, olvidados, eternos y melancólicos. Sin tiempo para más recuerdos, los cinco padecimos un acto reflejo colectivo, y al unísono nos levantamos rápido y fuimos a donde la tierra se desgarra ante un gran precipicio que da al mar y allí Adrio dijo que esperaba que viésemos el Rayo Verde, todos no quedamos atónitos y preguntamos que era aquello, aunque yo lo había oído por una de las obras de Julio Verne que lleva el mismo título, jamás indague en el asunto. El Rayo Verde, es un efecto óptico que no se da siempre, pero que sucede cuando el sol se pone sobre una superficie plana, como puede ser el mar y unos segundos antes de desaparecer el sol, una luz verde se pone sobre él y un rayo ilumina el espacio entre el cielo y el mar. Así de fácil nos lo explico Adrio mientras no perdíamos detalle del horizonte los cinco.
Esperamos atentos y casi sin pestañear. Nos quedamos mirando fijamente al fondo, deseando que aquello ocurriese, porque si pasaba, era la guinda a un atardecer mágico lleno de emociones que nunca olvidaríamos. El sol se posó y el Rayo Verde no apareció, nos pusimos un poco tristes por eso, pero enseguida cambiamos el chip y seguimos con la fiesta, cogimos nuestros coches y nos fuimos a pasar la noche de San Juan, la más mágica del año a Ribadeo, lo que viene detrás da para otro relato, solo diré, que festejamos cada momento de la vida en aquella noche con olor a humo y conocimos a mucha más gente, alguna incluso, dejó el sabor de su saliva en nuestra boca…
Fotografía Rayo Verde fuente: http://www.7minutos.com.br/
Jordi Cicely
Canción para escuchar en bucle: Home is where the heart is – Ramon Mirabet