La gran sombra
Cuando a uno le hablan por primera vez de él, no se hace a la idea de cómo es realmente, de toda su grandiosidad. La primera vez que supe de su existencia, fue gracias a mi abuelo siendo yo pequeño, creo que no pasaba de los trece años y aún recuerdo sus palabras como si me las dijese hoy, treinta años después:
-Hay un Carballo aquí cerca, que es enorme, el más viejo y grande de todos.
-¿Y donde está?
-A un kilómetro y medio de aquí, en Cerracín.
-¿Cuándo iremos? –le pregunté impaciente.
-A ver si vamos un día de estos –contestó con una sonrisa picaresca.
Por aquel entonces, yo estaba muy unido a todo lo relacionado con la naturaleza, con la ecología, con el color verde en sí, así que una vez supe que estaba tan cerca y era tan inmenso, los nervios me comieron por dentro. Lejos de calmarse mi impaciencia, esta fue en aumento, tanto, que las noches daban paso a sueños en el que este viejo árbol era el protagonista. Sin verlo, en mi imaginación, le daba forma, presencia y volumen. En aquellas visiones premonitorias que solía enlazar una tras otra, no paraba de crear moldes de sus ramas, cada vez más grandes, más fuertes, más robustas, y también de su de su duro tronco, que una vez situado a escasos metros, recuerda a armaduras impenetrables de caballeros andantes. Aquellas ensoñaciones dieron paso al impacto de tenerlo enfrente y quedarme inmóvil cuando fuimos a verlo. La emoción se disparó al percatarme que la imagen que yo me creaba en cada sueño de todas aquellas noches, no se diferenciaba mucho de cómo era realmente. Quizá, el hilo rojo que mantiene unidos a personas, también existe hacia los seres vivos de esta tierra que jamás hemos visto antes.
Quizás en ese largo camino energético interior, el tacto de mis manos captaba algo de esa fuerza invisible o quizás inexistente, pero que para mí era tan necesario en aquellos días temblorosos
Pasaron los años y seguí visitándolo, incluso hubo una etapa oscura y triste de mi vida en la que me acercaba a hacerle una visita cuando más me oprimía el corazón la maldita ansiedad y allí posaba mis manos temblorosas en el tronco y no sé porque, me calmaba. Su corteza se convertía, por el tiempo en que estaba en contacto, en un placebo natural que seguramente nacía en sus profundas y renqueantes raíces, siguiendo el camino que se extendía hasta el punto más alejado de sus imponentes ramas. Quizás en ese largo camino energético interior, el tacto de mis manos captaba algo de esa fuerza invisible o quizás inexistente, pero que para mí era tan necesario en aquellos días temblorosos. Comprendí, ante la sombra de sus millones de hojas, que cualquiera que se acercarse a verlo podría tocarlo, sentirlo estaría solo a la altura de unos pocos que supieran apreciarlo, pero el poder de curación solo estaba a mi alcance. Y así en el transcurso del tiempo, mis visitas se fueron distanciando, en un principio para pedir ayuda, luego para plantarme ante él y admirarlo. Sabía que había pasado cientos de acontecimientos históricos por delante de él, que hicieron temblar la historia y preguntándome cómo logró salvarse en todo ese tiempo para no ser talado. Ni tan siquiera el viento enemigo pudo con él en innumerables borrascas galopantes de ráfagas mortales. Solo cabe pensar que el azar y la tenacidad se aliaron y así pudo convertirse en un testigo mudo del paso del tiempo, que no puede decirnos nada y se lo guarde todo para él.
Pero no miento si digo que las visitas más bonitas que siempre le hice al gran árbol, fueron en las que me acompañaron los amigos y las amigas, la pareja…siempre que esto ocurre, de manera inconsciente se apodera de mí una especie de intranquilidad y que desemboca en un nerviosismo causado por la impaciencia de que quien me acompaña pueda verlo en todo su esplendor cuanto antes. Y los últimos metros antes de llegar hasta el dominio de su sombra, yo siempre acelero el paso en plan “vamos que ya está ahí” “ya estamos llegando ¿no lo ves?” y sin darme cuenta siempre voy dejando atrás a los que me acompañan, acelerando el paso como un loco, a pesar de haberlo visitado un montón de veces. Pero sé que llegar primero tiene su recompensa, girarme y ver sus caras de asombro y el suspiro que siempre le sigue, merece la pena, son sus caras las que muestran la grandiosidad del gran árbol. En sus expresiones de asombro esta todo lo que puede describirlo con palabras y también sin ellas. Cuando alguien me acompaña y se queda de piedra ante su tronco y sus ramas, cuando alguien gira su cabeza en perpendicular hacia el cielo y siento el crujido de sus cervicales ante la manta de ramas, cuando alguien se acerca para tocar su tronco y asegurarse de lo que está viendo delante es real, cuando alguien intenta captarlo con la cámara de su teléfono y tiene que dar decenas de pasos atrás para poder entrar a duras penas en el encuadre, cuando alguien dice esa frase que se repite una y otra vez de que por mucho que te hablen de él hay que verlo en persona. Cuando todo esto ocurre, solo se puede hacer una cosa, mirarlo de nuevo, de arriba abajo, desde su grueso tronco, pasando por sus inmensas ramas y acabando en su copa, allá en lo alto, donde casi no alcanza la vista y dejarse abrazar por su sombra, la misma que buscamos una y otra vez en las tardes más calurosas de verano.
Jordi Cicely
canciones para escuchar en bucle: Moments – Hollow coves
2 Comments
Nana Rojo
¿Qué le puedo decir a un árbol?
A este, cualquier expresión como «madre mía» o o «guau»
Eso mismo estoy pensando al escribir un comentario en tu blog, carballo a parte 🙂
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Si no lo digo,reviento: carballo grande ande non ande 😀
cosasquetecontealoido
Eso siempre y grande como este no hay ninguno, tenia que ser en Friol, donde si no.